Rembrandt van Rijn 1640 Probablemente el más importante pintor holandés de todas las épocas, Rembrandt nació en 1606, hijo de una acomodada familia burguesa de la ciudad universitaria de Leiden. Comenzó sus estudios en la universidad, pero acabó abandonándolos para dedicarse a la pintura. Sus primeras obras tuvieron un gran éxito de crítica entre los eruditos de la época. A los veinticinco años de edad, deja Leiden y se instala en Amsterdam donde hace una rápida y exitosa carrera pintando retratos para la alta burguesía holandesa; se casó con una joven rica, compró su propia casa, coleccionó obras de arte y objetos curiosos y trabajó incansablemente. La vida y la fortuna le sonreían. En 1642 muere su primera esposa, dejándole una fortuna considerable. Pero en ese momento, el gusto del público comienza a abandonarlo, su popularidad decreció rápidamente, las deudas comenzaron a acumularse y, catorce años después, sus acreedores remataron su casa y sus colecciones. La ayuda de su segunda esposa y de su hijo lo salvan de la ruina, convirtiéndolo en empleado de su empresa de comercio de arte. En esa condición pintó sus últimas obras maestras. Sin embargo, su mujer y su hijo fallecen antes que él, y cuando Rembrandt muere en 1669, estaba en la miseria, sin más posesiones que alguna ropa y sus utensilios de pintor.
Sobre el pintor nos dice E. Gombrich: «Rembrandt no anotó sus observaciones, al modo de Leonardo y Durero; no fue un genio admirado como Miguel Ángel, cuyos dichos se transmitieron a la posteridad; no fue un corresponsal diplomático como Rubens, quien intercambiaba ideas con los principales eruditos de su tiempo. Y sin embargo, nos parece que conociéramos a Rembrandt acaso más íntimamente que a ninguno de esos grandes maestros, porque nos dejó un asombroso registro de su vida, desde cuando era un maestro al que el éxito sonreía, elegante casi, basta su solitaria vejez, cuando su rostro reflejó la tragedia de la bancarrota y la inquebrantable voluntad de un hombre verdaderamente grande. Estos retratos componen una autobiografía única.» Rembrandt van Rijn 1660 Rembrandt no trató nunca de disimular o embellecer sus rasgos; se contemplaba en el espejo y con absoluta sinceridad se representaba en la tela. En sus autorretratos vemos el rostro de un ser humano sin el menor vestigio de pose o de vanidad, sino la mirada de alguien que escruta sus propias facciones dispuesto a aprender algo más sobre los secretos del rostro humano. Esto era lo que lo hizo tan gran retratista, como lo demuestra en el retrato que hiciera de su mecenas y amigo Jan Six.
Rembrandt no se contenta con lograr un parecido "fotográfico", el nos muestra al ser humano en su totalidad, la imagen y la personalidad. Poseía el virtuosismo para reproducir la textura y los juegos de la luz en los vestidos, el brillo de los galones y bordados dorados, pero lo empleaba en la medida de lo estrictamente necesario. Reivindicaba el derecho del artista a dar por terminado un cuadro cuando hubiera logrado lo que se proponía. Así, dejó la mano enguantada de Jan Six, abocetada; los galones de su capote son rápidas pinceladas; sólo al rostro dedicó todo su esfuerzo y maestría y de ese modo logra esa sensación de vida que emana de la figura, tal que estamos tentados a creer que conocemos a ese hombre. Esta capacidad de transmitir a través de una imagen pintada lo que los griegos denominaban "los movimientos del alma", hacen de sus ilustraciones de escenas bíblicas algo muy distinto de todo lo realizado hasta ese momento. Devoto protestante, debió leer la Biblia una y otra vez para lograr imaginar como habría ocurrido cada situación y las reacciones de los personajes. Buscó reflejar el sentido íntimo de cada escena con la mayor naturalidad, sin teatralizarla. Para ello no vacila en ambientar su "Sagrada Familia" en una típica vivienda holandesa. Rembrandt van Rijn 1634 Rembrandt emplea colores menos brillantes que un Rubens o un Velazquez; la mayoría de sus cuadros parecen dominados por una coloración pardo oscura; esas tonalidades, sin embargo, confieren mayor vigor a las escasas zonas de matices claros y brillantes. La luz ilumina, casi encandilándonos, los elementos principales de la escena, sumiendo el resto en profundas sombras. Pero este recurso plástico no es utilizado gratuitamente, como muestra de virtuosismo; siempre está al servicio del sentido que Rembrandt nos quiere comunicar, aumentando la intensidad dramática de la representación. |