Murbach, Alsacia, Francia
Fotografía: Alex CC BY-SA 3.0 (via Wikimedia Commons)
partir de los siglos X y XI, en una Europa medieval que ya había logrado una cierta estabilidad política y comenzado a reactivarse el comercio, las iglesias eran el edificio más importante de toda villa o ciudad, cualquiera fuese su tamaño; a menudo era el único edificio de piedra en varios kilómetros a la redonda y sus torres eran un hito o señal visible desde lejos que permitía orientarse a los viajeros e, incluso, reconocer según sus formas, la ciudad a la que se acercaban. Durante los oficios todos los habitantes del pueblo podían congregarse allí; la comunidad entera se involucraba de un modo u otro en su construcción y se enorgullecía de su ornamentación. La construcción de una de estas iglesias, catedrales o monasterios, que duraba varias décadas, cuando no se interrumpía por falta de fondos, constituía seguramente un formidable acontecimiento social y económico para las pequeñas poblaciones de esa época, pues empleaba muchos artesanos ambulantes que se trasladaban alli donde hubiera una construcción importante que los requiriera, trayendo sus relatos de lejanas regiones. Las tareas que la construcción requería, como extraer piedra de la cantera y transportarla al obrador, obtener madera y construir andamios adecuados y medios de elevación de materiales, la incrementada demanda de alimentos de esos artesanos migrantes, debió ser un suceso transformador de la economía y la vida cotidiana de cualquier ciudad.
Tournai, Bélgica
Fotografía: Internet
El estilo en el que se construían estas iglesias era el llamado Románico en Europa y Normando en Inglaterra, pues fue llevado a las Islas Británicas por los normandos cuando las invadieron en la segunda mitad del siglo XI. Es un estilo que se fue forjando al integrar tradiciones y formas de variados orígenes; romana (de donde deriva su denominación), pero también bizantina, carolingia y de origen local, lo que otorga gran variedad a los “románicos” de distintas regiones del continente europeo. Fue impulsado por la gran expansión de las órdenes monacales (cluniacenses, cistercienses y cartujos, principalmente) que fueron levantando monasterios e iglesias por todo el territorio.
La planta habitual para estas iglesias era la basilical con tres o cinco naves; a esta forma simple se le fueron agregando otros elementos: el transcepto que da a la planta la forma de cruz latina y al cruzar la nave central genera el crucero, habitualmente resaltado con un cimborrio o torre sobre él. Otra característica que surge en este período es la prolongación de las naves por detrás del transcepto para conformar el coro o presbiterio delante del altar que se mantiene en el ábside; (en Italia es habitual que el coro se ubique detrás del altar); más tarde aparece el deambulatorio, común en las iglesias de peregrinaje para facilitar el recorrido de los peregrinos sin interferir otras actividades de culto que se estuvieran realizando en la iglesia. Este deambulatorio rodea el ábside del altar por detrás, lo que se denomina girola, creando una circulación continua desde una puerta lateral del frente, hasta la lateral de lado opuesto.
Como es sabido, las iglesias cristianas deben tener una orientación longitudinal desde el acceso, ubicado al oeste, hasta el altar en el este[1], simbolizando este recorrido el camino del creyente hacia el Señor. Mientras que en los siglos previos al X los frentes oeste de los templos eran más bien modestos en resaltes y ornamentación, en el Románico, a medida que las iglesias van siendo más imponentes y más grandes, el acceso adquiere una importancia edilicia en concordancia con el resto de la construcción y surge el llamado Macizo Occidental, un sólido cuerpo que contiene al nartex
Notas
[1] En la Era Moderna, la trama consolidada de las ciudades, muchas veces, no permite cumplir esta regla, pero en la Edad Media ésto rara vez fue un problema.