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Arte y Sociedad


E

l siglo XVI estuvo signado por descubrimientos científicos que sacudieron las bases metafísicas del pensamiento humano. Aquella prolija e incuestionable concepción medieval del Universo con el sol, los planetas y las estrellas girando alrededor de la Tierra y Dios regulando los movimientos cósmicos, es derrumbada por los descubrimientos de Copérnico, llevando a desplazar la visión teocéntrica por una visión antropocéntrica con el hombre en un sitial de preferencia, pero a su vez, sumido en la incertidumbre de lo desconocido, tomando conciencia de que se puede equivocar y que su conocimiento de la naturaleza es muy incompleto. A lo que debe sumarse la sorpresa que debe haber causado en los europeos ver que su limitado mundo se ampliaba hasta límites inconcebibles con el reciente descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra con la expedición de Magallanes y Elcano.

A la conmoción que este llamado “giro copernicano”[1] produjo en la cultura, en la Iglesia y, especialmente, en las ciencias, se sumó un hecho de impacto igual o, tal vez, mayor: el cisma que Lutero y sus seguidores produjeron induciendo al nacimiento del protestantismo. También el siglo XVI asistirá al nacimiento del capitalismo europeo, que pronto se convertirá en un poder que se alzará por encima de los príncipes que recurrirán a los banqueros y prestamistas para financiar sus gastos de guerra y el lujo de sus cortes, viéndose obligados a cambio a otorgar privilegios y la injerencia en los asuntos de Estado, particularmente en la política exterior y en el racional manejo del patrimonio público. Surge así, una nueva aristocracia basada en el poder del dinero y la habilidad para los negocios, que procura asimilarse a la nobleza imitando sus modos de vida. Las cortes de príncipes y señores habían pasado de la rusticidad medieval a un modo de vida refinado y artificioso, poblado de normas de comportamiento (es en esta época que aparecen manuales de urbanidad como “El Galateo” de Della Casa o “El Cortesano” de Castiglione). La nobleza se preocupa por profundizar sus conocimientos y las artes plásticas, las letras y la filosofía, con el auge del humanismo, pasan a integrar sus preocupaciones cotidianas. Se expande el coleccionismo entre príncipes y nobles, no sólo de obras de arte, sino también de objetos raros o extravagantes de todo tipo.

También los niveles inferiores de la sociedad sufren cambios que afectan su seguridad. Durante este siglo van paulatinamente desapareciendo los gremios, reemplazados por la libre competencia. Los beneficios que los gremios proveían, desde el aprendizaje de una sólida profesión, la protección contra la competencia de artesanos de otras ciudades, hasta el auxilio que lo cubría a él y su familia ante enfermedades y decesos, quedan eliminados al declinar y extinguirse las instituciones que los proveían. Por último debe mencionarse la grave crisis económica del siglo XVI, con su secuela de quiebras y bancarrotas, devaluaciones e inflación, agravada por el traslado de los principales flujos comerciales del Mediterráneo al Atlántico[2]

Lutero

Todos estos sucesos conmueven los cimientos mismos de la cultura y el pensamiento del hombre europeo, una nueva conciencia de inestabilidad y desasosiego se expande por una sociedad que se encuentra en la encrucijada entre los asombrosos aportes de su tiempo y los viejos esquemas que aún perduran. El arte clásico utilizaba un repertorio de formas en un equilibrio más bien estático, generando una impresión de armonía, de algo cerrado, que empieza y termina en sí mismo y posee una clara lectura. «El sentimiento vital de las nuevas generaciones encuentra que el arte no puede ser expresión de paz y tranquilidad cuando la vida es, en sí, complejidad e incertidumbre.»[3] Movimiento, contraste, tensión y conflicto dominan la expresión artística de este período, especialmente en la primera mitad.

Madonna del cuello largo

Hacia 1520, en Italia se consideraba que las artes plásticas habían alcanzado su cima de perfección con las obras de la tercera generación de artistas renacentistas representada por Miguel Angel, Rafel, Ticiano y Leonardo. Algunos, convencidos de que no se podía ir más allá, se abocaron a copiar la “maniera” de los maestros, es decir, su estilo. (De allí que, críticos posteriores bautizaron manierismo, la producción de esta época.) Otros, buscaron a través de su obra, discutir las bases mismas de aquella perfección que, por otra parte, ya no expresaba el espíritu del convulso siglo XVI. Colin Rowe define así la actitud de los artistas más talentosos de este período: «El manierismo del siglo XVI, como inevitable estado de conciencia y no sólo como mero deseo de romper moldes, parece estribar en la inversión deliberada de la norma clásica del primer Renacimiento (...): incluir el muy humano deseo de menoscabar la perfección una vez ésta ha sido alcanzada y representar igualmente el colapso de la confianza en los programas teóricos del renacimiento más temprano. Como estado de inhibición depende esencialmente de la conciencia de un orden preexistente; como actitud de disconformidad exige una ortodoxia dentro de cuya estructura pueda resultar herético.»[4]

El alargamiento de las figuras, la compresión del espacio, la tendencia hacia lo alto, las lineas sinuosas, lo artificioso y, muchas veces, caprichoso de las soluciones formales, reflejan los cambios sociales y culturales. En el siglo XVI, «... Más que una imagen ideal, el arte pasa a ser el objeto de una esperiencia psicológica y es utilizado para expresar la situación existencial del hombre.»[5]


Valoración Social y Modo de Trabajo del Artista


E

l proceso de aparición de nuevos comitentes, ya comenzado en el siglo XV, con la irrupción del mecenazgo de familias poderosas y los encargos de ricos comerciantes, se afirma definitivamente en este siglo. El artista adquiere un alto prestigio social, dejando atras la tutela del gremio junto con la menospreciada condición de artesano. Eso implica tener que competir por los requerimientos generados por las cortes y las familias adineradas, habiendo perdido definitivamente la Iglesia, el monopolio de los encargos. Ser artista en el siglo XVI es ser un profesional liberal, valorado por su talento y creatividad. Si estas cualidades llegaban a muy altos niveles (p.ej: Rafael) se lo consideraba como un genio, al que lo inspira una gracia divina y al que, por ser especial, se le toleran caprichos, rarezas o, en algún caso (p.ej: Miguel Ángel), su mal genio. La valoración de la individualidad es un rasgo característico de esta época y el hecho de que Miguel Ángel tenga su tumba en la Iglesia de la Santa Croce, junto a nobles e ilustres, es un índice claro de la posición social que los artistas habían alcanzado, especialmente en Italia.

Habiendo quedados librados a competir por el favor de los comitentes, los artistas se trasladan en busca de sus mejores oportunidades. Jean de Boulogne, escultor nacido y formado en Flandes, realizó la mayor parte de su obra en Italia (donde se lo rebautizó como Giambologna); Rosso Fiorentino, nacido en Florencia y trabajando en Roma, luego del saqueo de la misma, deambuló por Italia y recaló en Fontainebleau, en la corte de Francisco I, donde fue recibido con todos los honores. Este incipiente mercado de arte con oferta y demanda —resurge el interés por “coleccionar” obras de arte, en la nobleza y alta burguesía— forzosamente incide en la producción de los artistas que deberán tener en cuenta lo que su clientela prefiere si quieren asegurar su suerte.

Con el arte instalado en un lugar de privilegio dentro de las distintas manifestaciones de la cultura, caido el sistema de gremios medieval y puesta en crisis la forma tradicional de formación artística en talleres al mando de reconocidos maestros, debido, entre otros factores, a la mayor movilidad geográfica a que éstos se ven obligados, precisamente por la nueva independencia con que cuentan para responder a las condiciones de la demanda, se hizo necesario crear una institución que encauzara la formación y la actividad artística. Surgen entonces las Academias de Artes, siendo la primera creada en 1562-63, en Florencia, por iniciativa de Giorgio Vasari y bajo el patrocinio de Cosme I de Medici, recibiendo el nombre de “Accademia delle Arti del Disegno”. En 1593 se funda en Roma, la “Academia de San Lucas” dirigida por Federico Zuccari. Durante los dos siglos siguientes surgirán academias o escuelas similares en todas las ciudades importantes de Europa. Estas fueron también un factor importante en la nueva situación social de los artistas que en lo sucesivo tendrían una formación equiparable a la universitaria.

Vasari